Sin entendernos a nosotros mismos jamás podremos esperar entender lo que estamos haciendo, jamás podremos esperar resolver nuestros problemas, jamás podremos esperar vivir plenamente.
Fritz Perls
A los 3 años pisé por primera vez un escenario. En el teatro del pueblo se representaban “Els Pastorets”, una obra navideña popular catalana, y como a mi madre le gustaba el teatro y la danza, me apuntó. Era una niña simpática, sonriente y valiente que no daba problemas y se atrevía con todo. En el teatro todo el mundo me quería. Supongo que en ese momento me di cuenta de que allí todos me miraban y me sentí vista.
Pero llegó la edad de leer. Cuando apenas tenía 6 años, me encontré con mi primera frustración. Es mi primer recuerdo de dolor emocional: no poder leer y lo que ello me comportó. Era la segunda de cuatro hermanos. Mi hermano mayor era un niño muy inteligente, lo aprendía todo muy rápido, y era un ejemplo para todos. Mi padre, ingeniero, valoraba muchísimo todo lo que tenía que ver con la mente. El arte, para él, era un hobby: él pintaba y le gustaba escribir, pero eso sí, el trabajo y los estudios eran siempre lo primero.
Me costaba mucho leer, y recuerdo a mi padre intentando que leyera con él. Cuando no lo conseguía, se giraba hacia mi madre y le decía: “¡Esta niña es tonta!”. Esta frase marcó mi infancia. Yo me sentía inteligente y capaz, pero no podía comprender por qué no podía leer como mi hermano o mis compañeros de clase. Hacía esfuerzos terribles: me encerraba en el baño, memorizaba los cuentos que podía para que, cuando llegara mi padre, no me riñera ni se enfadara.
En la escuela no era mucho mejor. Iba a un colegio de monjas, y no fueron mucho más compasivas. Nos ponían en fila y teníamos que leer uno a uno, si fallábamos nos íbamos al final de la fila. Yo solía ocupar los últimos puestos. Aunque memorizaba trozos del libro, para que cuando llegara la hora de leer ante la clase no se notara, muchas veces no lo conseguía. Y se confirmaba la frase maldita: “esta niña es tonta”. Fui considerada la tonta de la clase hasta que terminé EGB.
A mi hermano el teatro y las actividades físicas no se le daban bien, era vergonzoso y tenía un problema de espalda que le impedía hacer esfuerzos. Como toda niña busqué mi lugar en la familia para ser vista. En lo único que sobresalía era en educación física, música, danza y en el teatro. Las artes escénicas me salvaron la vida.
Cuando terminé EGB, tanto mis padres como las monjas opinaban que no podía estudiar bachillerato, que no era lo suficientemente inteligente. Yo me resistí, y como he sido muy tozuda, conseguí ir al instituto como mi hermano. Se me ofrecía la oportunidad de empezar de nuevo: sin monjas, sin etiquetas. Yo había generado muchos mecanismos para ocultar mis dificultades y las cosas empezaron a cambiar. Los números se me daban bien y en bachillerato elegí ciencias puras. Me apunté al grupo de teatro del instituto, y como se me daba bien, me convertí en una chica popular. Necesitaba demostrar que no era tonta.
Cuando terminé el bachillerato sentía que quería ser actriz. Deseaba presentarme a las pruebas del Institut del Teatre de Barcelona, pero seguía con mi miedo a leer en público y tenía pánico a las pruebas de acceso. Este miedo, tan integrado en mí, me impidió hacer lo que realmente quería. En casa no encontré el apoyo que necesitaba para superar aquellos malos momentos. Mi padre me dijo: “Primero haz una carrera productiva, después, si aún quieres, estudia teatro.”
Empecé Telecomunicaciones. Pero en física de primero no lograba entender lo que era la cuarta dimensión y me sentí “tonta” de nuevo. Me desanimé mucho. Tenía ya 19 años y decidí ir al psicólogo para que me hiciera un test de inteligencia. Necesitaba saber si realmente era tonta, objetivamente hablando. Y me llevé una sorpresa: ¡no era tonta, era disléxica!
Ese diagnóstico me alivió, pero no me quitó el miedo a leer en público. Entonces empezó una maratón de estudios: Empresariales, Administración y dirección de empresas y un máster de Producción y realización de vídeo y TV. Saqué muy buenas notas. Empecé a trabajar como economista y productora de TV. Fueron años de mucha auto exigencia, mucho trabajo y mucho estrés. ¡Inconscientemente seguía demostrando al mundo que “¡no era tonta!”.
A los 24 años mi vida se derrumbó en muchos sentidos: en la pareja, en el trabajo, y enfermé. Ahora, visto en perspectiva, ¡exploté! No podía seguir viviendo una vida que no me pertenecía. Me había convertido en lo que los demás esperaban de mí, pero no en lo que yo esperaba de mí misma.
Lo dejé todo y me presenté a las pruebas del Institut del Teatre de Barcelona. Había muchísima gente. Recuerdo que me dije: “Hago las pruebas y si no me cogen vuelvo a mi vida de economista, pero si me cogen, cambiaré de vida”.
Entré atemorizada al examen de dicción, que consistía en una lectura a primera vista. Con mucho miedo hablé con las profesoras del jurado y les dije que era disléxica. Una de ellas me miró con una sonrisa y me dijo: “¡Ah tranquila no pasa nada! Si quieres te damos el texto, te lo preparas 5 minutos y luego te hacemos la prueba, ¿te parece bien?”. ¡No me lo podía creer! Tantos años postergando estas pruebas por miedo a este momento y era así de fácil. Lo hice, saqué un 9 en dicción… ¡Y me cogieron! Así empezó mi viaje por el mundo de la interpretación. Empezó una carrera de fondo.
En la formación de actriz comencé a confrontarme conmigo misma, con mi cuerpo, con mi voz, con mis emociones. Descubrí una «yo» que no conocía. Cuando hacia 2º, me rompí una rodilla en la clase de acrobacia. Y en ese momento aparecieron en mi mente unas imágenes que no había visto antes. Brotó de mi inconsciente mi herida más profunda:un trauma infantil que no recordaba.
En la escuela de arte dramático tenía un médico y un fisioterapeuta a mi disposición. Todos estaban pendientes de mi rodilla, pero mi mayor dolor estaba en otra parte: en el corazón. Era delegada de clase y pedía a la escuela ayuda psicológica a parte de la física. Pero eso no se contemplaba (ni se sigue contemplando) en las escuelas de interpretación. Sentía que en la escuela me habían empujado a abrirme física y emocionalmente, pero ahora nadie sabía cómo cerrar lo que se había abierto sin querer. No tenían herramientas para ayudarme. Me sentía sola, perdida, y no sabía con quién compartir las imágenes y los miedos que avasallaban mi cabeza.
Fue la primera vez que fui a terapia: entendí que había hecho una amnesia parcial. Allí empezó otra maratón de mi vida: la terapia. Primero 7 u 8 años de terapia junguiana, después vino la terapia Gestalt. Empecé a ser consciente de mis miedos, de mis neurosis, de mis bloqueos. Comencé a crecer como actriz, pero, sobre todo, como persona.
Después del Institut del Teatre seguí formándome con directores de todo el mundo. Seguía buscando la excelencia en mí. Hice de actriz de teatro, de clown de hospital, de directora y de productora. Me convertí en profesora de interpretación y de expresión corporal e incluso acabé trabajando como profesora de Esgrima artística y expresión corporal en el Institut del Teatre de Barcelona. Tuve un teatro, una escuela de interpretación, una empresa de espectáculos… ¡Seguía con la necesidad de demostrar al mundo que yo valía!
Durante 5 años, pertenecí a una compañía con la que abrimos un teatro. Entré en la compañía muy joven y con mucha ilusión. Pero se convirtió en un calvario. Mis compañeros y yo sufrimos abusos de autoridad por parte del director. Sostuve insultos y vejaciones mucho tiempo. Eso no hizo más que despertar de nuevo mi herida. Entonces empecé a sentir pánico escénico. El miedo me paralizaba por dentro en el momento de salir a escena. Sentía angustia cada día y sufrí mucho. Hasta que un día dejé de actuar. El precio a pagar por salir a escena era demasiado alto. Lo que durante tantos años me hizo disfrutar y ser feliz, ahora era la causa de mi sufrimiento.
Busqué nuevas técnicas de interpretación que me ayudaran a bajar mi ansiedad cuando actuaba. Hice muchos cursos, pero no las encontré… A partir de ese momento me dediqué a la dirección y a la docencia.
En mi escuela de arte dramático, me di cuenta de que lo que más me gustaba era acompañar a mis estudiantes a descubrirse, a entender qué era lo que querían, quiénes eran en realidad. Pero un día, dando clases de interpretación, una alumna se rompió emocionalmente. En un ejercicio de clase, trabajábamos poemas de Shakespeare, y ella eligió uno sobre la muerte. Y como no existen las casualidades sino las causalidades, ella vivía un duelo congelado por la muerte de su padre, que se despertó en ese momento. No pude acompañarla, no sabía cómo hacerlo, no tenía herramientas. Me vi reflejada en ella. Me di cuenta de que estaba haciendo lo mismo que mis profesores de interpretación habían hecho conmigo: abrir sin saber cómo cerrar. Acepté que no tenía recursos suficientes para acompañar a mis alumnos con la profundidad que yo quería. Cerré la escuela y me puse a estudiar Terapia Gestalt.
Había hecho ya unos 6 o 7 años como paciente de Terapia Gestalt, me había servido mucho. Pensé que en la Terapia Gestalt encontraría las herramientas que estaba buscando. Y así fue. Cuando empecé me di cuenta de que la Terapia Gestalt tenía herramientas muy concretas para acompañar a los actores. “Se nota mucho que Fritz Perls fue actor” pensé. Era lo que hubiera necesitado en la escuela cuando estudiaba: recursos y herramientas para entender mi mente, no solo mi cuerpo y mi voz.
Durante la formación, pude perdonar y perdonarme. Y empecé a entender lo que significa ¡SER LIBRE! Y ya en segundo año de la formación sentí que lo que yo quería era crear un método para dar herramientas de autoconocimiento específicas a los actores.
Ahora he unido los dos motores de mi vida: el teatro y el crecimiento personal. Me he empeñado en crear un método para dar herramientas a las personas que se dedican a la interpretación, a la danza y al canto. Un sitio donde encontrar respuestas cuando su mente les juega malas pasadas en su trabajo: “Gestalt Escénico: la consciencia de interpretar”.
Supongo que lo que intento es que los actores que buscan respuestas a lo que les pasa en escena, no tengan que sufrir lo que yo he sufrido. Y me dispongo a acompañar a aquellos actores, bailarines y cantantes que quieran entenderse mejor, saber cómo funcionan, quiénes son, cómo se muestran, qué esconden… En definitiva, a ser ellos mismos, con menos miedos y con más seguridad dentro y fuera del escenario.
Los actores estamos expuestos siempre a la mirada del otro y a la crítica. Constantemente nos sentimos evaluados. La frustración en cada “no” recibido es el pan de cada día. Para poder trabajar en este oficio, se requiere mucha valentía, autoestima y seguridad en uno mismo. Es necesario callar los pensamientos negativos que nos empequeñecen y no nos dejan brillar.
Para poder hacer bien nuestro trabajo, ponemos a disposición del personaje nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestras emociones. Lo que nos pasa en el escenario es un reflejo de lo que nos pasa en la vida y lo que vivimos se refleja en escena. Responsabilizarnos de aquello que pensamos, sentimos, hacemos y evitamos, es el camino hacia nuestra libertad como artistas y como personas.
Muchos de mis alumnos sienten que su mente les juega malas pasadas en momentos claves de su carrera. Que por muchas formaciones que hagan, hay algo que les impide lanzarse a jugar y disfrutar en el escenario. Y no me extraña. Porque nos enseñan a entrenar el cuerpo, la voz, el instrumento, el imaginario … Pero ¿quién nos enseña a entrenar la mente?